Al otro lado de la línea

La niña trepó velozmente los peldaños y se sentó al filo de la resbaladera, acomodó detrás de las orejas su enredado cabello castaño, alzó los brazos y gritó al deslizarse. Era la quinta vez, a lo largo de la tarde, que se dejaba caer por la inclinada plataforma, después lo hizo cinco veces más, pero alternando, claro, con los otros juegos. Corría y saltaba de un lado a otro sin mostrar el menor indicio de fatiga.

A veinte metros, en una banca, la mujer leía un libro; era una edición antigua de Raymond Carver que había adquirido recién, de camino al parque, en una feria que se instaló cerca. Rara vez compraba libros de segunda, pero había olvidado el nuevo en casa, con el marcador sobre el cuarto relato, y debía matar el tiempo de alguna manera. Sabía, por experiencia, que tal vez aguardarían más de lo debido, y leer mientras tanto resultaba siempre una buena opción.

—No corras —le decía a la niña, entre una página y la siguiente, pero de poco servía en realidad.

—Mírame, mírame —sonreía la niña.

Pocas veces la había visto así de feliz… así de normal. Se reprochó por ser tan dura con ella.

—Despacio —le decía—. Ten cuidado.

Pero difícilmente le hacía caso.  

Mientras la niña jugaba, avanzó hasta los primeros párrafos de la décima historia. Le tomó un par de horas. Y como aún quedaba luz, pensó en leer dos páginas más, o por lo menos una, pero desistió. Había luz, cierto, pero era paciencia lo que le faltaba. Además, igual tendría que releerlas todas, porque, si bien lo intentó, no había prestado la atención necesaria: entre cuidar a la niña y estar pendiente de que aparezca, hubo líneas que pasaron inadvertidas.  

—Que no corras —volvió a decir. Enseguida se fijó en el reloj. Faltaban diez para las seis. Contrariada, cayó en la cuenta de que habían salido en vano de la casa, que tanta espera no había servido para nada. Otra vez, refunfuñó, maldita costumbre la tuya. Para entonces las nubes se habían tornado negras (al igual que su buen humor) y la gente empezaba a marcharse a casa.

—Cristina, vámonos —dijo. Ya de pie, guardaba el libro en la cartera.

—Un rato más —suplicó la niña, que ahora jugaba en el columpio.

La mujer señaló al cielo.

—Va a llover —dijo.

—Por favor, mamá.

—Te he dicho que vengas.

La niña arrastró los pies sobre la tierra, se acomodó una vez más el cabello y corrió hacia su madre.

—¿Vendrá papá? —preguntó.

—Me cansé de esperarlo —respondió la mujer. Había extraído una toalla del bolso y le limpiaba el sudor.

—Quiero que venga.

—No depende de mí.

—Pero quiero verlo…

—Carajo, Cristina, ¿no lo entiendes?

La niña, confundida, bajó la mirada.

—¿Vas a empezar? —renegó la mujer—. No es para tanto, no llores.

—¿Por qué papá no ha venido?

—No lo sé.

—¿No quiere verme?

—No es eso.

—¡Me odia!

—Qué tonterías dices, Cristina. Te ama.

—¿Y por qué no vino?

La mujer contestó de memoria, tal y como había hecho, en más de una ocasión, desde hacía ya buen tiempo:

—Salió tarde del trabajo.

***

Las primeras gotas cayeron sobre la ciudad a las seis y quince de la tarde. Cristina y su madre se enrumbaron por un sendero que desembocaba en una calle secundaria, de donde les faltaría aún setenta metros (a lo largo de un pasaje transversal) para llegar a la avenida.

—¿Mamita? —dijo la niña. Ya más tranquila, formaba un recipiente con las manos para atrapar el agua.

—Dime.

—¿Por qué papá no vive con nosotras?

Le había preguntado lo mismo en tres o cuatro ocasiones y, por experiencia, sabía qué decirle, o de qué manera desviar la conversación, pero esta vez la mujer, harta por fin de lo mismo, se quedó callada.   

—¿Mamita?

A lo lejos se escuchaban, como un murmullo, los motores de los autos, y el silbato de algún policía que intentaba ordenar el tránsito. La gente alrededor apresuraba el paso, pero ellas, a pesar del tiempo, caminaban sin prisa. El polvo se convertía en barro que se adhería al calzado.

—¡Mamá!

—¡Por qué gritas, Cristina!

—Solo quiero saber…

—Te lo he dicho muchas veces.

—Pero…

—Ya sabes por qué. No insistas, carajo.

—Lo siento, mamita —dijo la niña, y bajó de nuevo la mirada.

—¿Otra vez? —gruñó la mujer—. Cálmate, ¿quieres?  

—Pero… papá nunca viene a casa.

—Viene cuando puede.

—No, nunca viene.

—Se le hizo tarde, ya te dije.

—Siempre se le hace tarde.

—Así es él.

—Pero… ¿por qué?

—Yo qué sabré. Se lo preguntas otro día.

—No. Ya no.

—Allá tú.

La niña frotó sus párpados.

—No lo invitaré más a mi cumpleaños —continuó.

—Lo mismo dijiste el año pasado.

—Pero el próximo… no. No lo invitaré.

—Cumplirás siete…

—¡Que no! —gritó Cristina—. No quiero que venga más.

—Bájame la voz —se alteró la mujer, y aún caminando, la sujetó con fuerza del brazo.

—¡Me duele, me duele! —se quejó la niña.

—¡Cállate!

—Suéltame… ¡Me duele!

De pronto gritaban ambas y también forcejeaban. Y parecía no importarles que se encontraban en la calle. Avanzaron así unos treinta metros, y, al pasar junto a ellas, algunas personas se quedaban viéndolas, incluso un hombre intentó acercarse, pero la mujer, furiosa, le dijo que no se meta.

—Lárgate —alcanzó a decirle.

Conocía bien la sensación, pero nunca se había dejado ganar por ella ante Cristina, y menos se le habría ocurrido, ni en la más abominable pesadilla, descargar sobre ella sus frustraciones… o culparla. Sin embargo, una mezcla letal de rabia y vergüenza inundó sus venas aquella tarde (una sustancia negra, venenosa), y cuando no quedó ni un centímetro libre, hundió con fuerza la punta de los dedos en el brazo de la niña, tan delgado y tan frágil, incluso incrustó el borde de las uñas. Se había pasado la mañana arreglándoselas, al igual que el cabello, ahora estropeado por la lluvia, pero qué importaba ya. Solo presionó y presionó, sin medirse, mientras en su cabeza se repetía la misma pregunta humillante de siempre: Por qué mierda me metí contigo.

—Suéltame, mamita —insistió Cristina, pero parecía no escucharla.

Llegaron así a la avenida y, luego de cruzar, se refugiaron bajo el toldo de un café. El aroma de las tasas calientes llegaba hasta la calle, pero se desvanecía de inmediato por el humo de los carros. En silencio, la mujer miró a uno y otro lado, como si buscara a alguien, y la niña, con un puchero encendido, emprendió una última batalla contra el dolor.

—¡Déjame! —gritó, y de un tirón consiguió liberarse.

A esas alturas, llovía con fuerza, llovía como nunca antes había llovido por esas fechas, y la gente, sorprendida, buscaba la manera de llegar a casa: en taxi, en bus… sobre todo en los últimos, a pesar de que aparecían con poco espacio para más personas.

La mujer abrió el bolso y empuñó el celular.

—¿A quién llamarás? —sollozó la niña, que se frotaba el brazo mientras la observaba.

—Cállate.

—¿Llamarás a papá?

—¡Que te calles!

***

Lo intentó un par de veces. Y al marcar, en voz baja maldijo su nombre.

—Imbécil…

Odiaba insistir, pero esa tarde, con la ciudad inundada, quería gritarle sus verdades. Se propuso deshacerse, de una buena vez, de toda incertidumbre, y de paso fusilarlo con adjetivos hirientes. Había practicado ciertas noches, no muy lejanas, sobre todo en las más oscuras, cuando lloraba en la cama hasta quedarse dormida. De modo que no se libraría: escucharía cada palabra, cada reproche. Por eso lo intentó una vez más. Contesta, carajo, repetía, contesta. Y cuando estuvo a punto de rendirse, de estrellar el aparato en el piso, finalmente le hablaron del otro lado:

—¿Hola?

Su mente quedó en blanco y en el pecho sintió un golpe al escuchar aquella voz. Era una voz de mujer. Una muchacha quizás, porque sonaba de veinte, aunque de seguro era mayor, y por su hablar cansado, parecía haberse pasado la tarde entera durmiendo, y parecía también que el teléfono, muy cerca de la cama, la había despertado.

—¿Quién es? —preguntó de nuevo, al final de un bostezo. Luego guardó silencio.

La mujer, por el contrario, no pronunció palabra alguna. Solo atinó a revisar, con otro golpe en el pecho, el número en la pantalla. Leyó mentalmente cada dígito, despacio… pero no había error. Era el mismo. Lo había usado para llamarla alguna vez, y ella, por si acaso, lo había grabado. Sí, era el mismo. Pero una mujer estaba del otro lado, y a pesar de que había practicado tanto, de que hacía un instante se sentía segura, ya no supo qué decir. Permaneció quieta, con el aparato pegado a la oreja, mientras miles de gotas gruesas se estrellaban contra el asfalto. De pronto alcanzó a escuchar, junto a la muchacha, la voz adormecida de un hombre. La reconoció de inmediato. Y al instante escuchó la voz de otra niña, tan parecida a la de Cristina, que le preguntaba a su madre, apenas despierta, quién había llamado.

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